Ostegun Santua
Ostegun Santua
Artzai Ona Katedrala
2025eko Apirilak 17 – Jubileu urtea
Anai arreba maiteok. Queridos hermanos y hermanas.
Celebramos hoy este jueves santo una Eucaristía entrañable en la que hacemos memoria de la última cena de Jesús. Con esta celebración comenzamos lo que llamamos propiamente el triduo pascual. Durante estos próximos días vamos a celebrar con intensidad los misterios de la pasión, muerte y resurrección del Señor. Y hoy, en esta antesala de esos acontecimientos, traemos a la memoria aquella última cena de Jesús con sus discípulos. ¡Así hemos de sentirnos en este momento! Hemos venido a celebrar como discípulos el recuerdo de la última cena de Jesús.
Fijaos la importancia que dan las lecturas que hemos proclamado hoy a la «memoria». En la primera lectura del libro del Éxodo hemos escuchado cómo el Señor anuncia a Moisés lo que va a suceder. Le anuncia que van a ser liberados de la mano de los egipcios. El Señor dice qué es lo que el pueblo tiene que hacer, y le da una indicación muy clara: esto que vais a vivir, «recordadlo para siempre», que sea para vosotros memoria perpetua. Celebradlo siempre, con panes ázimos, hierbas amargas, con sandalias en los pies y ceñidos con el manto, con un bastón listos para salir, porque es la Pascua. Recordadlo siempre. Así, el pueblo de Israel, a lo largo de su historia, ha vivido este acontecimiento de la Pascua como algo muy profundo y arraigado en su identidad. Fijaos: fueron más de 400 años esclavos en Egipto. ¡Como para no recordarlo! Y el protagonista de esto fue el Señor. Fue su poder. El mismo que creó el mundo, fue ahí también su libertador. No fue Moisés, no fue el propio pueblo el que se zafó de los egipcios. Fue el Señor que, con mano fuerte, los liberó de la esclavitud. Y así lo mantienen en el recuerdo hasta el día de hoy.
Nosotros, que venimos de esa herencia y tradición, recordamos hoy la última cena de Jesús con sus discípulos, que fue una cena de Pascua. Una cena de Pascua a la que Jesús quiso darle un significado nuevo, convirtiéndose él mismo en el centro que da sentido a todo. Él nos pidió también a nosotros que conservásemos aquel momento en la memoria. Hemos recordado en la segunda lectura del apóstol San Pablo lo que Pablo nos dice: «Os transmito una tradición que yo mismo recibí». Jesús cuando iba a pasar del de este mundo al Padre hizo una cena de despedida con sus discípulos y allí les dijo: «Tomad comed, tomad bebed; este es mi cuerpo, esta es mi sangre; haced esto en memoria mía». Y así, la memoria es la que nos recuerda una y otra vez lo que celebramos.
Pero esta memoria a la que nos referimos no es meramente una memoria intelectual de lo sucedido. No recordamos solamente las cosas con la cabeza, sino que, precisamente, le damos todo el contenido a lo que verdaderamente significa la palabra «recordar», que en español viene del latín (Cor-cordis)= re-cordar: «volver a pasar por el corazón». Así, cada vez que celebramos este gran misterio de la Eucaristía anunciamos la muerte del Señor hasta que vuelva. Y esto de lo que hacemos memoria y recordamos, se convierte así en algo actual, se actualiza, se vuelve algo actual para nosotros. Por eso decimos que más que una memoria es un «memorial» en el que volvemos a recordar, a pasar por nuestro corazón aquello que celebramos.
Esa última cena de Jesús con sus discípulos que recordamos nos convierte a todos en discípulos. La Iglesia nace, precisamente, de la Eucaristía, del encuentro para recordar la memoria (el memorial) de esta última cena con Jesús.
Fijaos qué importante es, pues, la memoria. Fijémonos en Jesús en la última cena. Él, que es el gran catequista que nos ha hablado con palabras y también con gestos nos quiso dejar otro gesto muy preciso, muy gráfico, muy visual. Un gesto para que comprendamos en profundidad lo que es la esencia de su propia vida. En definitiva, lo que celebramos en la Eucaristía es la entrega total de Jesús. Eso es lo que nos deja Jesús en la Eucaristía: su propia vida. Así, San Juan el evangelista, en este evangelio que leemos año tras año el día de Jueves Santo, al narrarnos la última cena no nos recuerda las palabras de Jesús sobre el pan y el vino. Eso lo hacen otros evangelistas, lo hace San Pablo, tal y como hemos escuchado. El evangelista Juan se acuerda y se fija en ese gesto del lavatorio de los pies.
Y así nos lo narra: que Jesús, cuando iba a pasar de este mundo al Padre, amó a sus discípulos
«hasta el extremo». Ese gesto de lavar los pies era algo que solo hacían los esclavos: ponerse una toalla en la cintura y lavar los pies a quienes entraban a la casa. A Pedro le dice Jesús: «Tú todavía no entiendes esto, pero ya lo entenderás más tarde». Cuando hablamos de seguimiento se trata precisamente de esto, de servicio, de entrega. Jesús, que sabe lo que va a sucederle, sabiendo incluso que va a ser traicionado por sus mejores amigos, les lava los pies. De esta manera, con el lavatorio, además de que Jesús nos ofrece esta imagen del servicio como norma para nosotros, también nos ofrece, de alguna manera, una palabra de perdón. Nos amó hasta el extremo: algo que nadie haría en esas circunstancias, sabiendo que incluso te van a traicionar.
Pues bien, todo esto es lo que traemos a la memoria cada vez que celebramos la Eucaristía. Y en ese gesto del lavatorio, se nos ofrece la síntesis de la vida de Jesús que vino a este mundo a enseñarnos el camino del amor, el camino del servicio. En esa cena anticipa lo que mañana celebraremos: la muerte en cruz por todos y cada uno de nosotros.
Pidamos al Señor en esta tarde-noche en la que estamos celebrando que nos sentimos discípulos, que sintamos profundamente este amor que el Señor nos tiene. Que acojamos en lo profundo de nuestro corazón ese amor y ese perdón que él nos ofrece. Recordemos que estamos viviendo también un año jubilar. El jubileo es para nosotros una llamada y un anuncio de esa esperanza: todos tenemos remedio. Jesús nos ofrece su perdón. Toda situación, por difícil que esta sea, tiene una salida, porque el Señor, que nos ha amado hasta el extremo está con nosotros y nos acompaña en el camino. Esta esperanza la celebraremos pasado mañana con más intensidad en la vigilia de la Pascua. Allí, celebraremos la alegría de la resurrección en esa noche santa. Hoy, en esta noche, en esta cena santa, recibamos al Señor, si cabe, con un poco más de fervor y devoción. Él se nos ofrece como alimento para nuestra vida. No nos pide que seamos perfectos; no nos pide que seamos santos para acercarnos a él. Nos pide, simplemente, que queramos acogerlo, que queramos dejarnos «lavar los pies», que queramos dejar que él entre en nuestra vida. Y así, como buen amigo que es —amigo que nunca falla— acojamos ese amor. Sabemos que nos ama más allá de cómo somos, o a pesar de cómo somos. Así son los verdaderos amigos, que nos aman siempre.
Pidamos al Señor en esta noche que nos dé la gracia de revivir esta entrega que él nos hace de sí mismo. La gracia de revivirla en nuestra vida, en nuestro corazón, y que sea para nosotros la fuerza que nos ayude a caminar sabiendo que él nos ha ofrecido para siempre su amor y su perdón. Y esto que pedimos al Señor para nosotros, se lo pedimos también para aquellos a quienes amamos y especialmente para todos aquellos que no han descubierto en su vida la alegría de ser discípulos de este gran maestro. Que así sea.
Homilia deskargatzeko.
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