Recordando a nuestros fieles difuntos
1 de noviembre. RECUERDO DE TODOS LOS SANTOS
Al Este, en Siria, en el pasado celebraban un día festivo para recordar y ensalzar a todos los mártires del mundo. El diácono de San Efrén, que vivió en el siglo IV, hizo elogio para esa fiesta. Posteriormente, el papa Bonifacio IV, convirtió el templo Panteón de Roma en iglesia en el año 609, dedicada a la Virgen y a todos los mártires: Sancta Maria ad martyres. La fiesta de la victoria de todos los mártires lo celebraban el viernes siguiente a la Pascua, relacionando la victoria de los mártires con la Pascua, al igual que en Oriente. Así fue el 13 de mayo de 609.
En el siglo VIII, Gregorio III (731-741) erigió una capilla en la basílica de San Pedro de Roma en honor a todos los santos. En este siglo se había extendido por los pueblos de la cultura celta la costumbre de hacer el recuerdo de todos los santos un día; el 1 de noviembre. En el siglo X, el 13 de mayo, se celebraba en Roma el día del Recuerdo de Todos los Santos como reconocimiento a la vida plena que esperamos después de la muerte.
La Iglesia quiere recordar, agradecer y celebrar nuestra solidaridad (communio Sanctorum, “la solidaridad de los santos”) con los que fueron fieles y seguidores de Jesucristo a lo largo de los siglos y en todo el mundo. Muchos de esos fieles seguidores de Jesús están canonizados (declarados “santos”), pero muchos otros no. Al celebrar la Conmemoración de Todos los Santos, la Iglesia de la tierra quieren alabar a todos. Entre ellos hemos de ver a los fieles feligreses cristianos que hemos conocido y amado en nuestras casas y pueblos, porque muchos de nuestros antepasados están celebrando en la casa del Padre la victoria del resucitado Cristo que reza por nosotros.
Celebramos con júbilo la festividad de Todos los Santos, porque creemos que nuestros santos parientes son inmortales en el cielo, y desde allí, son ejemplo y ayuda. Los santos son la comunidad eclesiástica celeste. La gloria de los santos, “nuestros familiares felices”, proviene de Dios. Al alabar a los santos, por tanto, “reconocemos a Dios como el único santo”. Los santos han sido salvados por Cristo, nacidos del costado abierto de Cristo. Por ello, la eucaristía conmemorativa de Cristo es el acto principal para unirnos a los santos, pidiendo al Señor que al mismo modo que llevó a los santos “de esta santa mesa de la tierra, nos lleve a la santa mesa que tiene preparada en los cielos”.
Como el 1 de noviembre siempre es festivo y el 2 de noviembre no, en nuestra sociedad este Día de Todos los Santos se ha convertido en un día para decorar y visitar los cementerios. En cambio, el 2 de noviembre es el día de la Conmemoración de los Fieles Difuntos.

2 de noviembre. RECUERDO A TODOS LOS FIELES DIFUNTOS
Tras la Conmemoración de Todos los Santos, la Iglesia celebra desde hace años la Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos.
En el segundo libro del Antiguo Testamento, se menciona la oración por los muertos, especialmente en recuerdo de los guerreros muertos en batalla, dirigidos por Judá el Macabeo: “Si no esperara que resucitaran los soldados fallecidos, sería inútil y absurdo pedir por los muertos. Pero como creía que los que mueren honradamente tendrán una magnífica recompensa, aquello fue una santa y hermosa ocurrencia. Por eso ordenó ofrecerles un regalo de perdón por los muertos, para que quedaran libres de su pecado” (2 M 12, 44-45).
Los primeros cristianos tenían la costumbre de escribir los nombres de los muertos en unas tablillas para rezar por ellos. Posteriormente, en el siglo V, sesenta días antes de la Pascua, se constituyó una jornada de oración por los muertos en algunos lugares, más concretamente en Alemania. En el siglo VI, los benedictinos instituyeron un día especial de oración en los monasterios, el domingo siguiente a Pentecostés. En el año 998, el religioso benedictino de San Odilo de Cluny fijó ese día de oración, el 2 de noviembre.
Desde siempre ha tenido la Iglesia presente a los creyentes fallecidos, especialmente a los muertos por confesar la fe, a los mártires. Los cristianos de los primeros siglos acudían a las tumbas de los mártires para orar, y posteriormente, a celebrar allí también la eucaristía. San Agustín ensalza esta costumbre de rezar por los muertos. En recuerdo de la piedra que colocaban sobre la tumba de los mártires para celebrar la eucaristía, ahora, esa piedra suele instalarse en medio de nuestras mesas de los altares.
En el siglo XIV entró en vigor en Roma la celebración de este día. Ese día, los dominicos valencianos introdujeron en el siglo XV la costumbre de que los sacerdotes celebraran tres misas para atender todas las peticiones de misa por los difuntos. A lo largo del siglo XVI se extendió a toda la Iglesia la celebración de este día de oración el 2 de noviembre. En 1915, tras la primera Guerra Mundial, Benedicto XV le dio un impulso especial a este día de oración en toda la Iglesia.
En esta costumbre de rezar por los difuntos ha influido mucho la doctrina sobre el Purgatorio. Si una persona muere sin haber confesado su pecado leve y sin haber recibido el perdón, antes de presentarse ante Dios tiene que “purificar” su alma. Esa inaccesibilidad a Dios le supone un sufrimiento muy intenso y, por tanto, se le “purifican” los pecados. Esta purificación se acelera rezando por los muertos o celebrando la eucaristía por ellos. De este modo, se purifican las almas para presentarse ante Dios.
A lo largo de todo el año, la Iglesia reza en la eucaristía por los difuntos. Al rezar la Plegaria Eucarística, el sacerdote realiza una petición por “todos los que descansan en Cristo”, “por los familiares que se han ido en la esperanza de despertar”, “por los que se han ido de este mundo siendo amigos con Dios”, “por los que sólo Dios sabe que han fallecido creyentes”.
Creemos porque Jesús dijo, “Yo soy la resurrección y la vida; el que viva creyendo en mí, nunca morirá” (Jn 6, 25-26). Pedimos por todos que “tengan vida”, participando del “misterio Pascual” de Cristo.
Jexux Mari Arrieta